Mi falta de equilibrio, mi pobre forma física, y mis temores me han llevado a practicar durante horas la actividad de caída y recuperación. He caído de mil formas diferentes sobre cien partes distintas de mi cuerpo, cómo ahora me recuerdan mi rodilla dolorida, mis nalgas amoratadas y algún que otro hematoma disperso por distintos lugares de mi cuerpo.
Durante todo este aprendizaje de «maneras de caer y volver a levantarse» todo el mundo a mi alrededor ha insistido con un consejo: «Haz la cuña». Lo he intentado. He agachado el culo, doblado las rodillas, girado los tobillos, juntado y separado los pies; tantos movimientos extraños que más bien parecía el nuevo baile de King África… con nulo resultado. Una y otra vez mis esfuerzos rodaban sobre la nieve.
Tras 3 ó 4 horas de denodados, pero inútiles, esfuerzos se ha acercado una niña de no más de 3 años al verme caer y me ha dicho «haz la casita».
Se refería a la misma postura de cuña en la que tanto habían insistido a mi alrededor durante horas pero, no sé por qué motivo, al levantarme, he colocado mis pies, y los esquís han frenado automáticamente. He avanzado unos metros, he vuelto a colocar mis pies, y de nuevo he conseguido frenar. Desde ese momento no puedo decir que haya esquiado ni siquiera como un familiar lejano de los Fernández Ochoa, pero al menos he conseguido soltarme y disfrutar esquiando del resto de la tarde.
A veces escuchamos los consejos que nos dan a nuestro alrededor para que dejemos de caer siempre en los mismos errores y no somos capaces de corregir nuestra postura. Tiene que ser la dulce voz de la inocencia la que, con sus propias palabras, nos haga reaccionar.